dilluns, 5 d’agost del 2024

CRIPTOFASCISMO: INTOXICACIÓN EN CÓMODOS PLAZOS Y EL ARDUO DESAPRENDER

     Empiezo a escribir esta entrada el 5 de agosto de 2024, en el 85 aniversario del asesinato de las 13 rosas: jóvenes y en la flor de la vida: Julia Conesa 19,  Blanca Brisac 29, Carmen Barrero 20,  Martina Barroso 22, Luisa Rodríguez 18, Elena Gil 20, Pilar Bueno 27, Adelina García 19, Virtudes González 18, Ana López 21, Joaquina López 23, Victoria Muñoz 18, Dionisia Manzanero 20. Desarrollo estas reflexiones al día siguiente de la firma de un convenio de colaboración de una banda fascista de escuadristas, Desokupa, con un sindicato mayoritario de la Policía Nacional (SUP). La infiltración ultraderechista en las entrañas del Estado es  un hecho más que evidente; ya no es sólo la nobleza de la toga, más refinada. Ahora también esa casta aristocrática tiene una tropa, aún más peligrosa, si cabe, porque está parasitando los cuerpos armados que deberían proteger a toda la ciudadanía.

     Uno de los aguijonazos más contundentes que se han producido contra la cultura democrática en España, a mi entender, fue aquella desinhibida frase del alcalde botarate de Madrid, José Luis Martínez Almeida. Con apenas cinco palabras desmontó muy eficazmente, para su público y aledaños, la acusación de borrar la memoria democrática antifranquista. Fue una deconstrucción de manual que ni el mismo Jacques Derrida podría haber superado: "Seremos fascistas, pero sabemos gobernar". Para él no es un oxímoron. Lo dijo de forma casi festiva, dicharachera, con chulería. Esa misma arrogancia verbenera la ha gastado una y  otra vez la desalmada y presidenta putrefacta, IDA Ayuso; estamos ante un posfranquismo sin complejos. La concupiscencia reaccionaria de estos dos personajillos impregna parte del catálogo de lo que el historiador Robert O. Paxton describe como criptofascismo.  La criptografía es una práctica que consiste en proteger información mediante algoritmos y demás artilugios tecnológicos. El criptofascismo usa la misma estrategia. Se trata de impulsar lateralmente la tradición fascista d'entreguerras aun sin parecerlo, escogiendo determinadas expresiones que tienen un "aire de familia" como diría Ludwig Wittgenstein, el conocido filósofo. En fin, una especie de santo y seña discursivo. La intervención más salvaje criptofascista se ha escuchado en el Parlament de Catalunya por boca de la alcaldesa de Ripoll, de Aliança Catalana, Silvia Orriols. Su discurso fue casi más deshumanizador que los plagios del parásito de VOX respecto a los menores no acompañados. Hemos tenido que esperar a esa aprendiz de Goebels para cerciorarnos hacia dónde va el nacionalismo patológico de una parte nada desdeñable del independentismo en Cataluña, que quiere rivalizar con el nacionalismo tridentino reaccionario de la capital del Estado. 

   El profesor e investigador Steven Forti considera que es contraproducente la estrategia de señalar como fascistas a los votantes de extrema derecha. Forti no cree que sea una buena estrategia, además de que se trata de un error a nivel terminológico. El fascismo fue una ideología y movimiento político que existió en los años de entreguerras. Así que tildar de fascista a un líder de estas formaciones de extrema derecha no tiene sentido. Decir que cualquiera de sus votantes es un ultraderechista no es útil si el objetivo es que estas formaciones no aumenten su consenso en la población: "Si tú defines como fascista a cualquier persona que los vote, lo que conseguirás es que esta persona se vea reforzada por dicha acusación". El objetivo de estas extremas derechas, a su juicio, es orientar las democracias liberales en DEMOCRADURAS, en regímenes iliberales.

     Ciertamente, La extrema derecha está dejando de raparse la cabeza y cada vez emplea menos el saludo romano; ahora se pone traje y corbata. No solo no reivindican el fascismo y no se declaran fascistas. A veces, inclusive, rechazan la definición de ultraconservadores. Se definen como personas de bien, demócratas, que defienden lo que la gente común piensa. Y como mucho, que defienden los valores conservadores. Pero difícilmente van más allá de eso. Y menos aún reivindican implícitamente o realizan unas conexiones directas con las dictaduras fascistas o extremas derechas del pasado. Si acaso, hay guiños para un determinado elector que puede entender lo que se está diciendo. Robert O. Paxton coincide en gran parte con esa visión; su trabajo es anterior al de Forti. Esos "guiños" son los que Paxton señala como expresiones de criptofascismo: pasarelas o toboganes comunicacionales para que las derechas de siempre y más radicales coopten las ideas antiguamente denominadas fascistas. Sin embargo,   el itinerario es similar: la primera etapa o Fase Uno consiste en la búsqueda de una base de seguidores, formación de alianzas, intentos de conseguir el poder (Fase 2); luego el ejercicio de este. 

   Según Paxton, las "copias al carbón" del fascismo clásico han resultado habitualmente demasiado exóticas o demasiado vergonzosas desde 1945 para conseguir aliados. El Front National de Jean-Marie Le Pen fue el primer partido de extrema derecha de Europa que encontró la fórmula adecuada para las condiciones de después de la década de 1970.  el FN obligó a partidos conservadores mayoritarios a adoptar algunas de sus posiciones con la finalidad de retener a votantes cruciales. Se aliaron con él en las elecciones locales de 1995 y de 2001 como único medio de derrotar a la izquierda. Otros dos partidos de la extrema derecha —el MSI italiano y el Partido de la Libertad austriaco— hicieron tan buen uso de las lecciones de Le Pen en la década de 1990 que llegaron a participar realmente en Gobiernos nacionales. Ahora Holanda. Existe una relación inversa entre una «apariencia» abiertamente fascista y el éxito en las urnas en la Europa Occidental contemporánea. Por eso los dirigentes de los movimientos y partidos de extrema derecha de mayor éxito han procurado distanciarse del lenguaje y de las imágenes del fascismo. Le Pen y Haider, los dos dirigentes de extrema derecha de más éxito de Europa Occidental, tenían más que ganar que muchos otros haciendo profesión de «normalidad».

     Eran pequeñas frases que se deslizaban entre líneas o al micrófono en reuniones privadas, y los antecedentes de algunos de los que les apoyaban, lo que una prensa atenta utilizaba para acusar a Le Pen, Haider y Fini de criptofascismo. Como la vieja clientela fascista no tenía ningún otro lugar al que acudir, se la podía satisfacer con insinuaciones subliminales a las que seguía el ritual de los desmentidos públicos. Pasar a la Fase Dos en Francia, Italia y Austria en la década de 1990 requería estar firmemente centrado en la derecha moderada. En los programas de estos partidos se oyen ecos de los demás fascistas clásicos: temores de decadencia y descomposición; afirmación de la identidad nacional y cultural; la amenaza para la identidad nacional y el buen orden social de los extranjeros no asimilables, y la necesidad de una mayor autoridad para resolver estos problemas.

Aunque algunos de los partidos de la derecha radical europea tienen programas plenamente autoritario-nacionalistas, a la mayoría de ellos se les considera movimientos unitemáticos dedicados a enviar de vuelta a sus países a inmigrantes no deseados y a tomar medidas enérgicas contra la delincuencia inmigrante, y ese es el motivo de que les apoyen la mayoría de sus votantes.

Pero en la mayoría de las declaraciones programáticas de los partidos de la derecha radical europea de posguerra de más éxito faltan otros temas fascistas clásicos. El elemento totalmente ausente es el ataque del fascismo clásico a la libertad de mercado y al individualismo económico, contra los que se proponen los remedios del corporativismo y los mercados regulados. En una Europa continental donde la intervención económica del Estado es la norma, la derecha radical ha abogado principalmente por reducirla y por dejar que el mercado decida.

Dejan a los cabezas rapadas las expresiones manifiestas de la belleza de la violencia y del odio racial asesino. Los partidos de la derecha radical de éxito procuran evitar una asociación pública con ellos, aunque puedan compartir tranquilamente la doble pertenencia con algunas escuadras de acción de la ultraderecha y toleren una cierta cuantía de lenguaje exaltado alabando la acción violenta entre sus ramas estudiantiles.

     ¿DESAPRENDER? ¿SE PUEDE?

     El criptofascismo tiene muchas caras. Una de ellas es el corporativismo funcionarial. La Ley Mordaza dio carta blanca a la policía para que las denuncias falsas prosperaran bajo el paraguas jurídico de la "presunción de veracidad" de los agentes; eso valió para poner multas (miles) sobre todo dirigidas a las manifestaciones contrarias a las políticas antisociales del Partido Popular y su corrupción genética; incluso para inhabilitar al diputado de Podemos por Canarias, Alberto Rodríguez Rodríguez. El corporativismo de las fuerzas policiales, el corporativismo de la casta judicial; el corporativismo de determinados funcionarios docentes que también reivindican el privilegio de la "presunción de veracidad" en caso de "indisciplina" de los alumnos adolescentes, más allá del que tienen actualmente las direcciones de los centros educativos. Ese corporativismo que ha puesto en jaque a la consellera de Justícia en Cataluña, valiéndose de un hecho deleznable para hostigar y no asumir que quien hace las leyes y los reglamentos no son los funcionarios sino los representantes de la ciudadanía. Ese corporativismo que también tiene cobertura sindical desgraciadamente y que ha perdido toda noción de lo que antes denominábamos internacionalismo o sentido de clase. El colofón lo constituye el corporativismo social de las escuelas elitistas que no quieren salir de su gueto ni de su impostura triunfócrata. Quizás tenga razón Forti y sea un error llamarlos criptofascistas, protofascistas o comoquiera que sea. Sin embargo, como no se cansa de repetir el profesor Antón Costas, "la historia quizá no se repita, pero rima".

El colonialismo que nunca se olvidó:

 


   

 

 



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